sábado, 26 de febrero de 2011

Primera aparición.

Los días se hacían larguísimos. Me había dado tiempo ha estudiar 200 conjuntos diferentes, 30 repertorios distintos y 60 saludos y despedidas variadas.
En fin, mi obsesión es que todo fuese absolutamente perfecto, por supuesto que también quería disfrutar en el escenario, pero ya habría tiempo de eso cuando tuviese mi disco y no me estuviese jugando mi primera oportunidad a una sola carta. Ya sé, estaréis pensando que soy muy egoísta, “mi” disco, “mi” oportunidad… Se supone que somos un grupo, pero la única que realmente está en él por la música, soy yo. Para ellas es un hobbie y una ocasión para intentar ligar con los Beatles…
En fin, prefería no pensar en ello. Los cuatro días de espera los pasé (a parte de decidiendo qué me iba a poner) ensayando, yo sola casi siempre, y el jueves con las chicas. Confiaba que hubiesen practicado en su casa tanto como yo. En el ensayo del jueves tocamos un par de veces las canciones y nos fuimos cada una a su casa. Tampoco era cuestión de machacarnos hasta las tantas y estar al día siguiente con ojeras hasta la barbilla.
Me costó mucho dormir, y la mañana se me hizo eterna, pero después de la comida, sentía que se escapaban las horas como un jabón mojado en la ducha: rapidísimo. Se hicieron las siete y media ya estaba todo listo: pelo, revuelto y roquero, con mucha laca; maquillaje, labios rojos y lápiz de ojos negro (sin abusar); ropa, camiseta blanca ceñida, chaleco de cuero negro con tachuelas en las solapas y pantalones vaqueros negros pegados, como calzado unas cómodas y bonitas Convers bajas negras, algo desgastadas.
Ya estaba todo listo, así que bajé mi guitarra a la camioneta, que era de Mike y mía (regalo a prueba de abolladuras), y me dirigí hacia casa de Ashley y después a la de Katrina, a la que ayudamos a subir su batería al gran maletero descubierto de atrás. Menos mal que solo éramos tres, porque si hubiese una más, tendría que ir corriendo, o en patinete detrás del coche.
El viaje fue corto. Bajamos las cosas y nos dirigimos a las bambalinas del escenario, donde nos dijo el dueño, Pete. Podía oír como se iba llenando aquello; se escuchaban tacones repiqueteando en el suelo, copas chocando y mil voces entrelazándose en el aire como una extraña melodía. Sentía esa cosa extraña en la tripa cuando se tienen nervios, y a medida que pasaban los minutos se hacía más grande, acumulándose en mi garganta y ahogándome. Realmente agobiante, pero jamás demostraría nervios ni debilidad, cuestión de orgullo, asqueroso, extraño, sí, pero era mi orgullo. Tenía por costumbre nunca exponer mis debilidades, si no conocen tus debilidades no se aprovecharán de ellas, pero esta vez no era por eso, sabía que no podrían aprovecharse de ello, era para no ponerlas más nerviosas a ellas, ahora necesitaban a alguien con la cabeza medianamente fría, o que aparentase tenerla fría, así que me mantuve.
De repente escuché tres golpes sordos y un pitido que se fue atenuando.
-¿Hola? –era el presentador, un chico joven, de pelo castaño claro-. ¿Estamos preparados para recibir a nuestro grupo de la noche?
Se escuchó un sí que me animó bastante.
-Pues –prosiguió-, demos la bienvenida a las Blackbirds.
Los aplausos y los silbidos precedieron a nuestra entrada al escenario.
-¡Buenas noches! –Grité animada y con un subidón de adrenalina- ¿Preparados para escuchar y bailar rock toda la noche? O mejor dicho, ¿Preparados para escuchar y bailar rock hasta que el dueño nos deje?
Un ensordecedor sí, y los primeros acordes de nuestra canción más roquera sonaron. Mucha gente bailaba animadamente, otros escuchaban llevando el ritmo con palmas, pitos y taconazos.
Les estábamos gustando.
Cuando acabamos aplaudieron todos y se escucharon gritos de “bravo y “otra, otra”. Me sentía como flotando en un globo aerostático, subiendo muy alto en el cielo, con la sensación de ser invencible. Aquellos aplausos eran mi droga, y yo quería más. Íbamos a empezar con la siguiente canción, cuando me percaté del gran revuelo que había, y entonces lo escuché, fue todo muy rápido: chillidos ensordecedores, aullidos de alegría y cuatro chicos vestidos de negro corriendo hacia la salida. No era casi consciente de lo que ocurría, mientras me quedaba mirando como una imbécil, mi globo, aquel en el que me había sentido tan bien, se estaba estrellando a una velocidad pasmosa.  Ahí estaba yo, con mi guitarra, un micrófono delante y la boca medio abierta, mirando la puerta como si se me hubiese perdido algo allí. Lo habían hecho otra vez, me habían dejado sin palabras y con unas ganas terribles de patear a todo el mundo. En el local solo quedaban alrededor de 10 chicos (no partidarios de perseguir a los Beatles), el dueño, una cucaracha patas arriba (estoy segura de que si pudiese caminar también iría detrás de los Beatles) y yo.
Salté del escenario con rabia, con la guitarra a la espalda. Ni mis amigas se habían quedado, prueba de que a ellas les importaba tanto la música como a mí los resultados de la bolsa de Nueva York, es decir, absolutamente nada. Cogí la funda de mi guitarra y miré con malicia la batería, la guitarra eléctrica y sus bafles; que se las apañasen para llegar solas hasta sus casas, al fin y al cabo era justo, ellas me dejaban sola en el escenario, yo las dejaba solas con sus bártulos.
Metí la llave de contacto y antes de arrancar, me sequé una lágrima que resbalaba por mi mejilla.


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